Apenas terminé de leer Las series infinitas, me empezó a doler la cabeza. Novela monumental de Farrés, que encierra la literatura de lo anormal, de lo horrífico, de la manera en la que solo las grandes obras pueden hacerlo. Novela hipersexualizada, hiperviolenta, que se desgreña mediante una escritura limpia y fluida que toma al horror como su leitmotiv lubricado, que se desliza indiferente por las vertientes de la enfermedad y la muerte, la depravación del yo y sus relaciones universales. Porque en Las series infinitas, el horror más puro, inhumano y salvaje se narra con la hipnosis de una canción de cuna. Una oración lleva a la otra y luego a la otra y luego a la otra in crescendo, y no se puede parar hasta terminar, atravesando las peores degradaciones humanas que te rompen una vez concluido el horror, para dar paso al siguiente. Farrés es un escritor con la capacidad disuasoria de un negociador y la astucia de un gran jugador, un escritor solitario, que escribe lo que quiere y cómo lo quiere. Farrés escupe, no escribe; penetra, no acaricia; pero antes te invita un café.
Podría decirse que Las series infinitas atrapa de entrada y no suelta. Desde la primera oración uno no puede hacer más que seguir el juego de Farrés y dejarse llevar por lo que propone: una espiral de degradaciones que explora diferentes narrativas e intrigas, agarrando personajes anestesiados, víctimas de un mundo perdido, que se pliegan unos en otros mediante la enfermedad. En esta literatura, la eternidad va de la mano con la muerte. El amor es una infección que deviene en odio, tanto como el odio es una infección que deviene en amor, y las conexiones humanas no son más que la fuente de aquella infección que apunta a conseguir la expresión máxima de comunidad, en esa pirámide que tiene a la muerte de pináculo. Si acaso existe un fin a la alienación existencial, en Las series infinitas este se trata de la aniquilación. Hay que dejar ir lo que uno es para ser todos y a la vez ninguno. Los personajes rozan entre ellos hasta desaparecer en el otro. Se establecen cuatro ejes: sexo, enfermedad, identidad y muerte. El sexo es agresivo, sucio, desnarcotizado. La enfermedad pudre al cuerpo, lo guía, lo transporta a otros cuerpos. La identidad desaparece, es reticular. Aquí la identidad se impone. Y la muerte es un precio, una ventana, una consecuencia esperable que ata a los cuerpos al centro: la memoria del lenguaje.
Los cadáveres se apilan con gracia, y el humor no teme asomarse por las interlineas del texto, inmoral, desubicado y hasta de mal gusto. Si lo prohibido se define como algo que no se debe hacer, en Las series infinitas no existe lo prohibido, ya que todo acontece de igual forma. La justicia es un reflejo feble y lejano que parece nunca llegar, y cuando lo hace, ensancha el horror. El concepto de justicia es el de la oposición, el de la persecución y de la guerra. El mundo farresiano es cataclísmico, un desastre, un caos en el que rugen millones de individuos a la vez en busca de un escape. Retomando, no regiría aquí la posibilidad de comunidad si no fuese por la enfermedad y, por extensión, la muerte, o, mejor dicho, la consciencia de la propia muerte: el horror que se estira en otras vidas, otras realidades y sueños. Se pierde la propiedad más básica y primitiva: el cuerpo. Se pierde el rasgo identitario más arraigado: la experiencia. Si la soledad no existe, es solo por la pérdida de lo que uno es. Y esta concepción rescato de Farrés: la soledad es inherente, inseparable, reside en las vísceras y perderla es morir.
No dudo en decirlo: estamos ante uno de los autores más imaginativos de la literatura argentina de actualidad. Imperdible, valiente, un autor que, sin embargo, sigue siendo secreto.

Muchas gracias por tu lectura. Pocas veces leí un acercamiento tan serio a lo que escribo. Un abrazo.
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