miércoles, 16 de noviembre de 2022

El arco iris de gravedad, Thomas Pynchon

El arco iris de gravedad es de esa clase de obras que son capaces de llegar a lugares que la ficción convencional no puede ni imaginar. No esperen una relación fría, vaga y simple que solo nos exija un mínimo de concentración y una dosis mísera de participación. Con la ficción pynchoniana, se conforma una especie de reciprocidad entre el lector y el escritor que tiende a agarrarnos por la fuerza y empujarnos hacia un viaje que se puede tornar demasiado intenso. En un libro de Pynchon, no cabe la linealidad, la coherencia y la claridad: todo es un delirio, en la vastedad del tiempo y el espacio, una ascensión hacia el caos conspirativo y una colisión de alucinaciones que hace de la exégesis una meta casi inalcanzable. Para representar lo que digo me voy a colgar de un diálogo que mantienen dos personajes, los rusos Mravenko y Tchitcherine: "'¿Tienes alguna idea de lo que está pasando?'. Mravenko rio. '¿Acaso lo sabe alguien?'".

La megalomanía y la paranoia persecutoria son dos factores que rigen en toda la novela, y no solamente por la historia y sus personajes, sino también por el lector, que lucha por hallar la imagen final de un rompecabezas cuyas piezas nunca dejan de cambiar. Si algo nos ha enseñado Pynchon es que siempre es más confortante pensar que existe un plan maestro en el que nosotros interpretamos un rol esencial que pensar que somos cuerpos arrastrados por la corriente del tiempo sin un rumbo deliberado. De allí se desprende el delirio paranoico, que afecta a una gran cantidad de sus personajes, en especial a Slothrop y Enzian, quienes continuamente buscan quebrar la superficie de lo que se muestra a simple vista para dar con una verdad arduamente especulada. En esto también subyace la ineludible burla de Pynchon a la documentación histórica. Las realidades subjetivas de los protagonistas ponen de manifiesto que del caos individual surge el acontecimiento, y un acontecimiento surgido del caos nunca es fehaciente.

Otro aspecto que me gustó mucho de El arco iris de gravedad es que el autor se centra en las consecuencias que tiene la beligerancia en los inocentes. Hay una parte extraordinaria, afortunadamente extensa, en la que Pynchon nos narra la devastación de la guerra en la Navidad y su efecto en los niños, mostrándonos cómo la condena y la libertad se forjan en un terreno de mentiras, y que las victimas siempre terminan siendo los que jamás quisieron la guerra.

Por supuesto que también están presentes temas recurrentes en su ficción. Uno de ellos es el colonialismo (personalizado por el capitán nazi Blicero/Weissman), que en esta ocasión se concentra en la ocupación alemana en el sudeste de África y el posterior genocidio herero, algo que me pareció muy bien tratado, y que se vuelve aun más interesante cuando, poco a poco, vamos conociendo la Schwarzkommando y sus facciones. En la relación de Enzian con sus subordinados y su confrontación con los Vacíos se puede apreciar claramente la dualidad entre el Bien y el Mal, como asimismo la autodestrucción humana que impregna en su totalidad la atmósfera bélica de la Segunda Guerra Mundial.

Otros de los contenidos habituales del genio norteamericano (frecuentemente tratados con un humor tan bueno que es hasta posible terminar con una subluxación de costilla) son el sexo impúdicamente estrafalario (a veces excesivo, sin embargo), la manipulación de la entropía, ciencia real y contemplativa (experimentación pavloviana), estupefacientes y sus respectivas secuelas alucinógenas, y un largo y variado etcétera. Queda en evidencia que Pynchon puede escribir sobre lo que se le dé la gana.

¿Es difícil El arco iris de gravedad? Sí, pero no ilegible. Con su inherente estilo barroco y la fragmentación narrativa, Pynchon juega con la causa y el efecto, tanto como con la fantasía y la realidad, lo que puede tornarse un poco exhaustivo para la humilde mente del lector; pero mientras exista paciencia y voluntad, llegar al final no es una tarea imposible y les aseguro que será un tour de force más que placentero. A Pynchon hay que leerlo con un cuaderno a mano, concentración y café. Mucho café.

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