miércoles, 16 de noviembre de 2022

Los sorias, Alberto Laiseca

Podría partir con Los sorias escribiendo sobre sus dimensiones, su longitud demandante, su pesadez física tremenda, su densidad que se plasma en sus componentes materiales. Podría comenzar con una queja, un insulto, así como una veneración o un gemido de hastío. Pero nada de aquello atravesaría la inmensidad de esta obra de Laiseca, y en consecuencia no le haría justicia. Por lo tanto, en pos de una reseña más justa, en cambio podría comenzar despojando al libro de sus dimensiones colosales, sus cualidades de exigencia articular y muscular, y sus exigencias mentales, podría comenzar podando su duración verborrágica, el irrespeto hacia el tiempo libre y al rutinario, y el desafío que propone desde su intimidación inicial, propulsada por los efectos de los sentidos más superficiales. Podría comenzar, entonces, haciendo lo contrario al análisis: un antianálisis. Podría descuartizar, basurear, tirar lo que no me sirve, lo que se me antoja. Podría arrojar el libro al fuego y quedarme con la memoria, o más bien, pienso, podría adentrarme en lo que para mí hace que Los sorias sea un Novelón (sí, con mayúscula) y no una novela cualquiera.

Qué es este libro. Por qué leería un libro así de largo. Por qué. Simplemente, por qué existe esto. Cuál es su sentido y por qué pretende seguir existiendo. Los sorias nos empuja hacia los más altos delirios de una mente hiperactiva, personalizada por decenas de personajes prescindibles e imprescindibles. ¿Está bien empezar así? O así: Los sorias nos sumerge en un mundo de ontología decadente, en donde el humor apenas llega a matizar los efectos de la brutalidad política y social, y de sus guerras más viscerales. O bien: Los sorias es una obra exigente pero que recompensa, una obra simple y compleja a la vez, que galardona a un lector involucrado como si fuese un navegante, o el pasajero de un Caronte escuálido que lo lleva a la orilla de la destrucción del ser. Acaso eso podría incentivar a los lectores, o acaso podría plantear la seducción del reto como una forma de lectura didáctica, no lo sé. Pero lo que sí sé, y quizá podría escribir sobre eso, es que Los sorias es mucho más que sus dimensiones, y eso no es poco decir. Cuando leía que Laiseca celebraba que Los sorias era más extenso que el Ulises, yo no lo celebraba. Qué joraca me importa. Pero como ocurre con casi todo, a veces hay que arriesgar. Y si el riesgo trae recompensa, este podría ser un ejemplo de aquello.

Teniendo en cuenta la oposición de miradas que existía en la literatura argentina en el siglo XX (¿y sigue?) entre lo que era la literatura con bases espirituales (o internas o mentales, o exactamente simbólicas) versus la literatura con bases sociales o políticas, podríamos abordar Los sorias según este camino. Laiseca no se detiene en un principio, sino en varios. Los sorias presenta una convergencia entre lo espiritual y lo social que tiene su punto de inicio en lo segundo y culmina ostentando lo primero (perdón por esta perpendicularidad). Si algo es Los sorias es un manifiesto de una transformación transgredida por los distintos agentes que formulan su historia. En el Monitor, particularmente, veo la unificación de la violencia desalmada y también de la reflexión, en donde el humor brilla en sus secciones más brutales para retroceder en sus secciones más oscuras, lo que nos deja con la idea de un libro entrópico, en el que este líder, reflejo cruel del Príncipe maquiavélico, es el portavoz de las significaciones que atañen la narrativa de su relato autodestructivo. Dicho de otro modo, Los sorias pasa de ser un viaje sociopolítico a ser un viaje de pretensiones redentoras, en donde el delirio interviene en la seriedad y, al final, viceversa. Esto, ciertamente, nos introduce a un lugar incómodo que roza al escándalo silencioso, puesto que dada la naturaleza de los regímenes, la identidad misma de estos países está directamente ligada a simbologías y acciones propias del fascismo más tradicional.

Por eso, podríamos deshojar a Los sorias. Desde «Los enemigos de pieza», pasando por la espectacular «Samarcanda» hasta la última batalla pesadumbrosa, podríamos agredir al libro hasta que ceda por su propio peso. Sacar, romper, destrozar, hasta que no quede más que un solo mensaje que nos grite agónicamente desde las profundidades del basural. En la heterogeneidad de sus elementos Los sorias se agiganta, se exhibe tal cual es. Obras de teatro, coloquios filosóficos o delirantes, stream of consciousness, experimentación forzosa, convencionalidad lineal y no lineal, dibujos militares, pentagramas, revoltijos narrativos que conviven en el caos que propone el autor. Y en este remolino ese mensaje sigue entero. Qué mensaje. Qué mensaje. Aun en el más absoluto abismo derrotista (o aun en el salvajismo revanchista) se luce la humanidad de sus personajes, y si la historia no acompaña esa intención habré leído el libro al revés. Permítanme reformular: solo en el abismo derrotista los personajes aceptan su humanidad. Solo ante el final lo que parecía pueril y repugnante destaca su belleza. Porque a fin de cuentas, este no es un libro sobre la guerra sino sobre la humanidad, sobre el conflicto total, principalmente cuando ser humano no parece ser la opción más sencilla.
 

Las series infinitas, Pablo Farrés

Apenas terminé de leer Las series infinitas, me empezó a doler la cabeza. Novela monumental de Farrés, que encierra la literatura de lo anormal, de lo horrífico, de la manera en la que solo las grandes obras pueden hacerlo. Novela hipersexualizada, hiperviolenta, que se desgreña mediante una escritura limpia y fluida que toma al horror como su leitmotiv lubricado, que se desliza indiferente por las vertientes de la enfermedad y la muerte, la depravación del yo y sus relaciones universales. Porque en Las series infinitas, el horror más puro, inhumano y salvaje se narra con la hipnosis de una canción de cuna. Una oración lleva a la otra y luego a la otra y luego a la otra in crescendo, y no se puede parar hasta terminar, atravesando las peores degradaciones humanas que te rompen una vez concluido el horror, para dar paso al siguiente. Farrés es un escritor con la capacidad disuasoria de un negociador y la astucia de un gran jugador, un escritor solitario, que escribe lo que quiere y cómo lo quiere. Farrés escupe, no escribe; penetra, no acaricia; pero antes te invita un café.


Podría decirse que Las series infinitas atrapa de entrada y no suelta. Desde la primera oración uno no puede hacer más que seguir el juego de Farrés y dejarse llevar por lo que propone: una espiral de degradaciones que explora diferentes narrativas e intrigas, agarrando personajes anestesiados, víctimas de un mundo perdido, que se pliegan unos en otros mediante la enfermedad. En esta literatura, la eternidad va de la mano con la muerte. El amor es una infección que deviene en odio, tanto como el odio es una infección que deviene en amor, y las conexiones humanas no son más que la fuente de aquella infección que apunta a conseguir la expresión máxima de comunidad, en esa pirámide que tiene a la muerte de pináculo. Si acaso existe un fin a la alienación existencial, en Las series infinitas este se trata de la aniquilación. Hay que dejar ir lo que uno es para ser todos y a la vez ninguno. Los personajes rozan entre ellos hasta desaparecer en el otro. Se establecen cuatro ejes: sexo, enfermedad, identidad y muerte. El sexo es agresivo, sucio, desnarcotizado. La enfermedad pudre al cuerpo, lo guía, lo transporta a otros cuerpos. La identidad desaparece, es reticular. Aquí la identidad se impone. Y la muerte es un precio, una ventana, una consecuencia esperable que ata a los cuerpos al centro: la memoria del lenguaje.

Los cadáveres se apilan con gracia, y el humor no teme asomarse por las interlineas del texto, inmoral, desubicado y hasta de mal gusto. Si lo prohibido se define como algo que no se debe hacer, en Las series infinitas no existe lo prohibido, ya que todo acontece de igual forma. La justicia es un reflejo feble y lejano que parece nunca llegar, y cuando lo hace, ensancha el horror. El concepto de justicia es el de la oposición, el de la persecución y de la guerra. El mundo farresiano es cataclísmico, un desastre, un caos en el que rugen millones de individuos a la vez en busca de un escape. Retomando, no regiría aquí la posibilidad de comunidad si no fuese por la enfermedad y, por extensión, la muerte, o, mejor dicho, la consciencia de la propia muerte: el horror que se estira en otras vidas, otras realidades y sueños. Se pierde la propiedad más básica y primitiva: el cuerpo. Se pierde el rasgo identitario más arraigado: la experiencia. Si la soledad no existe, es solo por la pérdida de lo que uno es. Y esta concepción rescato de Farrés: la soledad es inherente, inseparable, reside en las vísceras y perderla es morir.

No dudo en decirlo: estamos ante uno de los autores más imaginativos de la literatura argentina de actualidad. Imperdible, valiente, un autor que, sin embargo, sigue siendo secreto.

The Tunnel, William Gass

El mismo día que compré The Tunnel William Gass se murió. Esto volvió, debo aceptar, un tanto tétrica la experiencia de lectura, superando incluso su contenido. The Tunnel es un juego introspectivo, un soliloquio entrópico de William Frederick Kohler, un profesor universitario de historia con tendencias fascistas, pesimista, depredador sexual, que odia a sus hijos, a su esposa y a sus colegas de trabajo. El libro comienza con Kohler tratando de escribir el prefacio para su obra maestra: Guilt and Innocence in Hitler's Germany. Sin embargo, a raíz del bloqueo del escritor, pronto se encuentra escribiendo sobre su propia vida, sus propias miserias, su dura infancia, su soledad y su ira con el mundo, destilando una pestilencia que resquebraja la corteza que oculta la parte más oscura que nos forma como seres humanos. Kohler deja que el embrión envenenado que lleva dentro hable por sí solo, que se exprese a su gusto haciendo de Kohler un espectador que asiente y no se achica ante su propia vida.

Pero la verdadera historia se despliega cuando Kohler, como un minero aficionado, emprende la tarea de cavar un túnel en su sótano, mientras guarda la tierra que expulsa dentro de unos cajones para que su esposa Martha no lo sepa. De esta forma, se da inicio a una exploración personal que sigue el ritmo del túnel (una exploración que evoca más bien a una confesión de un condenado a muerte). Cuanta más tierra saca, más profundo entra en el túnel Kohler, y más profundo el lector penetra en su pasado y ontología. Así, la corriente del libro es exponencial y paralela a su tarea, a medida que nos adentramos en el túnel, más secretos salen a la luz, más miserias se revelan y más el lector va comprendiendo la angustiosa psiquis del protagonista. Esto no será fácil, sin embargo. Porque detrás de su llamado pesimismo y sus inclinaciones misantrópicas, Kohler es una persona inmersa en impotencia ante su existencia, y en muchas ocasiones sus rants se irán desvaneciendo a merced de su sufrimiento, que se rehúye pero rara vez se ignora.

Y hay algo que hace todo el proceso de lectura aún peor y más incómodo: el odio de William Kohler es, casi en su totalidad, fundado. Nadie va preso por lo que piensa, sino por lo que hace (side note: sí tiró un ladrillo a la ventana de un comercio judío durante la Kristallnacht, en 1938). William Kohler es una persona que, como dijo Gass sobre sí mismo, "Odia. Mucho. Profundamente". Esto sitúa al lector en una situación contradictoria, inquietante. Recuerdo un capítulo sobre, por ejemplo, el arte de la intolerancia, a través del padre de William, un simpatizante de la extrema derecha. O también recuerdo un capítulo insuperable sobre las distintas personalidades de los compañeros de trabajo del protagonista, en el que los degrada y ataca sin miramientos pero de una manera tan brillante que no me quedó otra que rendirme de fascinación. Pero insisto en que no resulta cómodo leer sobre esas cosas. Hay que aprender a ver lo que yace detrás del filtro de inquina que supone la mente de Kohler para no perderse en la manipulación de este. (También hay muchísimas partes asombrosas que no caen en ninguna polémica, claro, como la comparación entre las guerras y las peleas domésticas, que me hizo reír bastante).

William Kohler, como ya dije, es un profesor de historia, y en esto se detiene en varias ocasiones la novela: en lo que es la historia, para qué sirve, cuán fiable es y cómo debemos afrontarla. Múltiples puntos de vista toman forma y se plantean desde todos los ángulos. Asimismo, The Tunnel es un libro sobre el lenguaje. Aquí el lenguaje se celebra, se manipula, traspasa convencionalismos (¿Wittgeinstein?). Este no es un libro optimista, pero también cabe resaltar que William Kohler en ocasiones se libera de su traje de estoicismo y aberración y se explaya sobre asuntos más privados, tales como sus relaciones extramatrimoniales y cómo una de ellas lo llevó a hallar el amor, su doloroso duelo por su pérdida y su frustración ante lo que es incapaz de transformarse, junto con, por el lado de la infancia, el trauma de una madre alcohólica y un padre que nunca le dio el reconocimiento que, quizá, merecía. En todo eso último radica la tragedia de Kohler y su perfil más humano.

Leyendo la reseña de Michael Silverblatt para L. A. Times me encuentro con algo que vale la pena mencionar: "El problema con el personaje no es que sea un monstruo, el problema es que el monstruo haya tomado una forma humana reconocible. La gente común siente sus desilusiones con ardiente resentimiento todos los días. La gente común piensa en pegarle a sus hijos, y otras personas ordinarias incluso lo hacen. Nos sentimos cómodos culpando a un Hitler, pero en este libro Hitler es solo una chispa que incendia el resentimiento". William Kohler es un pensador, no una persona que toma un papel activo contra lo que cree (a excepción, una vez más, del incidente de 1938), y varias aristas de su odio, se ve y se explica, están persuasivamente justificadas. De eso se trata este libro: de inquietarnos. Dicho sea de paso, una novela que logra un efecto parecido es El fin de Alice, de Amy Homes, la cual recomiendo mucho.

La escritura, por otro lado, es superlativa. Cada oración de Gass está esculpida, no meramente escrita. Las oraciones son suicidas, asfixiantes y maravillosas, oraciones que se prologan tanto que te quitan el aire y te transportan hacia los pensamientos de Kohler junto con los impulsos nerviosos que hacen posible su memoria. Existen pocos autores que conozca capaces de lograr este nivel sublime de escritura (ahora se me vienen a la mente Joseph McElroy, Vladimir Nabokov y no muchos más). Treinta años estuvo escribiendo Gass este libro. Sin esta calidad de escritura, probablemente la novela hubiese caído muerta víctima de su propio peso, puesto que no habría nada que la sustentase. Aquí solo hay un hombre que cava y, como diría Hemingway, se desangra ante el filo de sus páginas.

The Tunnel es uno de los mejores libros que he leído en mi vida. The Tunnel es una novela brillante, de lo más extraordinario en años, y quiero que la lean.

Women and Men, Joseph McElroy


"It was as if suddenly, looking into the revealed distance, we could think."

Women and Men me cagó a trompadas. Perdón por la expresión, pero describir lo que me hizo Women and Men con eufemismos tontos sería faltarle el respeto a la verdad. Women and Men no me cacheteó, no me cosquilleó, ni siquiera me pegó. No: me cagó a trompadas. ¿Por qué digo esto? Porque, dicho lisa y llanamente, Women and Men es un monstruo, una bestia indomable que se destruye en miles de enigmas y entre las piezas el lector deberá averiguar el significado general que propone el autor, y esto no termina aquí, puesto que, para complicar más las cosas, este libro no abandona su complejidad en su nivel explicativo, sino que su dificultad también se esparce en el mismo desarrollo de su lenguaje. Joseph McElroy concibió una obra coral, polifónica, de carácter enciclopédico, una muestra de más de mil páginas por las que se fugan el tiempo impreso, la realidad y el delirio.

Hablar sobre lo que trata Women and Men es hablar de secretos, de fantasía onírica, de suicidios, ángeles, viajes en el tiempo, los vacíos que separan a los hombres y a las mujeres, el feminismo casquivano de los 70, economía moderna, manipulación de poder, masones, el régimen de Pinochet en Chile, de nativos americanos, leyendas, relatos transmitidos de boca a boca, mitos, familia y una búsqueda incesante de sentido por parte de los personajes, todo esto milimétricamente conectado por una intriga política laberíntica y exponencial a lo largo de 100 años de historia. Women and Men no solo anatomiza los cambios históricos y la degradación de la certidumbre de tiempos pasados, sino que también reúne entre sus páginas un relato interminable de profunda calidad narrativa, con personajes inmensamente humanos que hacen de la lectura una experiencia de un intenso nivel emocional que me llevó hasta casi llorar de fascinación. Women and Men es un corazón que late por sí mismo mientras que, como una radio oscilante, capta breves fragmentos de historia y de significados que nos guían hacia la redención.

Párrafo aparte para la escritura. No exagero cuando digo que nadie escribe como Joseph McElroy. Cada oración es una muestra de una consciencia aparte. Algo que es difícil explicar con palabras puesto que hay que vivir la lectura de este libro para comprenderlo. Solo voy a decir que McElroy escribe como ningún autor que conozca. No entiendo cómo puede ser que Women and Men no tenga más reconocimiento (no por nada Joseph McElroy es conocido como el "Lost Postmodernist", como le gusta llamarlo a Hallberg). Y repito que no quiero exagerar, pero Women and Men es uno de los mejores libros que he leído en mi vida, y disfruté cada uno de los 30 días que pasé leyéndolo.

No estoy seguro de que pueda recomendar Women and Men. No es mi deseo encajarle a nadie un ladrillo provocador de hastío, suspiros prolongados y dolores de cabeza. Por ese motivo, aquí les debo dejar algunas advertencias para cubrirme ante potenciales demandas: 1) Es largo, muy largo (aunque el número de páginas diga lo contrario, es más largo que, por ejemplo, War and Peace). 2) Es difícil. No esperen una lectura ligera, algo con lo que uno pueda tirarse en el sillón y relajarse un rato. No. Women and Men es una de esas lecturas que piden mucho del lector, quizá demasiado (está de más decir que es una de las obras más complicadas que he leído). 3) Descansen. No se obsesionen con terminarlo porque no van a pasar de la página 50. Dicho esto, solo me queda decir que Women and Men es un desafío, y también una experiencia inolvidable.

El plantador de tabaco, John Barth


Luego de nueve días y más de 1200 páginas puedo decir con total seguridad que El plantador de tabaco es una obra maestra. Una historia declamada por decenas de personajes variopintos que entran en escena para luego salir y volver a entrar cientos de páginas después, piratas, esclavos, indios, personajes históricos como Charles Calvert, Francis Nicholson o el mismo Ebenezer Cooke y múltiples relatos dentro de relatos. Una locura llevada a su grado máximo, en la que la identidad carece de valor real y su suplantación es moneda corriente, la virginidad es un prestigio ilusorio entre el trasfondo de la masacre entre nativos y conquistadores, el límite entre lo salvaje y lo civilizado se difumina y una intriga política tan enrevesada y desesperante que no se tiene nunca constancia de lo que sucede.

La escritura de Barth me resultó extraordinaria, en especial por su manejo de los tiempos para hacer determinadas revelaciones. Cuando el libro comienza a lentificarse, saca una sorpresa debajo de la manga que propulsa la historia por unos cuantos capítulos que hacen del proceso de lectura un viaje de lo más adictivo. Sus descripciones envuelven al lector en la atmósfera del Maryland del siglo XVII e inicios del XVIII y los diálogos, aunque a veces pecan de artificiales, se sienten reales a pesar de las exageraciones propias de la sátira.

Lo principal de El plantador de tabaco es la burla al sentido de la vida, de la conexión de los hechos y de la seriedad con la que (quizá) debería tomarse la existencia. Todo lo que ocurre en este relato (y en parte epopeya) es un delirio que sobrepasa cualquier esencia significativa. Barth se sienta sobre miles de años de escritos filosóficos y proclama desde la altura un nuevo orden: el caos. La endeblez de la historia y de lo que nos hace ser quienes somos. Rompe la moralidad impuesta, la ética absurda y la inocencia inconcebible y despliega una sucesión de aventuras no solo grandiosa sino también inquietante.

En fin. El plantador de tabaco es una obra maestra plagada de humor, inteligencia y profundidad, que recomiendo sin dudarlo.

El arco iris de gravedad, Thomas Pynchon

El arco iris de gravedad es de esa clase de obras que son capaces de llegar a lugares que la ficción convencional no puede ni imaginar. No esperen una relación fría, vaga y simple que solo nos exija un mínimo de concentración y una dosis mísera de participación. Con la ficción pynchoniana, se conforma una especie de reciprocidad entre el lector y el escritor que tiende a agarrarnos por la fuerza y empujarnos hacia un viaje que se puede tornar demasiado intenso. En un libro de Pynchon, no cabe la linealidad, la coherencia y la claridad: todo es un delirio, en la vastedad del tiempo y el espacio, una ascensión hacia el caos conspirativo y una colisión de alucinaciones que hace de la exégesis una meta casi inalcanzable. Para representar lo que digo me voy a colgar de un diálogo que mantienen dos personajes, los rusos Mravenko y Tchitcherine: "'¿Tienes alguna idea de lo que está pasando?'. Mravenko rio. '¿Acaso lo sabe alguien?'".

La megalomanía y la paranoia persecutoria son dos factores que rigen en toda la novela, y no solamente por la historia y sus personajes, sino también por el lector, que lucha por hallar la imagen final de un rompecabezas cuyas piezas nunca dejan de cambiar. Si algo nos ha enseñado Pynchon es que siempre es más confortante pensar que existe un plan maestro en el que nosotros interpretamos un rol esencial que pensar que somos cuerpos arrastrados por la corriente del tiempo sin un rumbo deliberado. De allí se desprende el delirio paranoico, que afecta a una gran cantidad de sus personajes, en especial a Slothrop y Enzian, quienes continuamente buscan quebrar la superficie de lo que se muestra a simple vista para dar con una verdad arduamente especulada. En esto también subyace la ineludible burla de Pynchon a la documentación histórica. Las realidades subjetivas de los protagonistas ponen de manifiesto que del caos individual surge el acontecimiento, y un acontecimiento surgido del caos nunca es fehaciente.

Otro aspecto que me gustó mucho de El arco iris de gravedad es que el autor se centra en las consecuencias que tiene la beligerancia en los inocentes. Hay una parte extraordinaria, afortunadamente extensa, en la que Pynchon nos narra la devastación de la guerra en la Navidad y su efecto en los niños, mostrándonos cómo la condena y la libertad se forjan en un terreno de mentiras, y que las victimas siempre terminan siendo los que jamás quisieron la guerra.

Por supuesto que también están presentes temas recurrentes en su ficción. Uno de ellos es el colonialismo (personalizado por el capitán nazi Blicero/Weissman), que en esta ocasión se concentra en la ocupación alemana en el sudeste de África y el posterior genocidio herero, algo que me pareció muy bien tratado, y que se vuelve aun más interesante cuando, poco a poco, vamos conociendo la Schwarzkommando y sus facciones. En la relación de Enzian con sus subordinados y su confrontación con los Vacíos se puede apreciar claramente la dualidad entre el Bien y el Mal, como asimismo la autodestrucción humana que impregna en su totalidad la atmósfera bélica de la Segunda Guerra Mundial.

Otros de los contenidos habituales del genio norteamericano (frecuentemente tratados con un humor tan bueno que es hasta posible terminar con una subluxación de costilla) son el sexo impúdicamente estrafalario (a veces excesivo, sin embargo), la manipulación de la entropía, ciencia real y contemplativa (experimentación pavloviana), estupefacientes y sus respectivas secuelas alucinógenas, y un largo y variado etcétera. Queda en evidencia que Pynchon puede escribir sobre lo que se le dé la gana.

¿Es difícil El arco iris de gravedad? Sí, pero no ilegible. Con su inherente estilo barroco y la fragmentación narrativa, Pynchon juega con la causa y el efecto, tanto como con la fantasía y la realidad, lo que puede tornarse un poco exhaustivo para la humilde mente del lector; pero mientras exista paciencia y voluntad, llegar al final no es una tarea imposible y les aseguro que será un tour de force más que placentero. A Pynchon hay que leerlo con un cuaderno a mano, concentración y café. Mucho café.

Submundo, Don DeLillo

Submundo es una obra autodestructiva, decadente, regresiva, un suicidio literario que moldea a su antojo el espacio-tiempo inalterable desde lo real pero posible desde las letras. Don DeLillo nos ha obsequiado un magnum opus que recorre cincuenta años de historia, manipulando cuerpos solitarios con un temor inquebrantable hacia la muerte y la falta de respuestas, que va a hacer del lector un dolido testigo de lo que no quiere ver; todo esto a partir de un juego narrativo en el que el autor nos presenta las consecuencias de la historia y luego sus causas, una aproximación de 900 páginas a aquello que intenta darle una solución a la pregunta: ¿Cuándo fue el momento en que nos equivocamos?

Todo libro tiene su inicio, sin importar lo mucho que juegue con la linealidad. Submundo abre con un prólogo de una calidad insuperable que relata el mítico partido entre los Giants de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn del 51. Un buceo en los miedos y los sueños de la sociedad americana retratada en setenta páginas de pura maestría literaria. Este prólogo, titulado «El triunfo de la muerte», es una novelette que actúa por si sola, no necesita de un contexto que la sustente. En particular me sentí fascinado y hasta asfixiado por tanto la tensión como por su inquietante avance hacia su párrafo final. En este prólogo hay dos realidades, dos líneas paralelas que no se ven entre sí: la euforia, la felicidad colectiva, y en el trasfondo, como un secreto que nadie quiere oír, el inicio de la guerra.

Luego Submundo se quiebra, y de esa rotura se escapan cuarenta años y surgen decenas de personajes, desde reales, como el director del FBI Edgar Hoover, Frank Sinatra o el polémico humorista Lenny Bruce (con su famoso grito de «¡Vamos a morir todos!»), hasta ficticios aunque no por eso menos palpables, como Nick Shay o Klara Sax, o el encantador Albert Bronzini, el maestro de ciencias y ajedrez. En esos personajes se verán vestigios de una sociedad trémula ante la guerra y la inminencia de la muerte, con algunas escenas que personalmente me han hecho estremecer. DeLillo ha sabido formar personajes —debido en parte a un manejo brillante de la autorreflexión— complejos y profundamente entrañables que habitan tanto en la mente del lector como en su entorno.

Y así Submundo se dobla y se desdobla, se estira, se tuerce y se achata, deformando el tiempo. Comienza una regresión hasta los 50, pasando por la Guerra Fría, por la Crisis de los Misiles, por el asesinato del presidente Kennedy, por las protestas contra la guerra de Vietnam, por la experimentación nuclear, la segregación racial, el abuso de drogas duras y blandas, las mafias y los suburbios de Nueva York, que presentan una realidad tapada por rascacielos que arañan la fantasía. Personajes nacen y mueren a lo largo de los años que pasan en Submundo, crecen en diferentes contextos sociales y se adueñan de diferentes culturas ligadas a las épocas. Así se presenta una red polifónica que hace mella de lo que somos, que no ignora sino enfrenta el aislamiento que nos separa los unos de los otros y la superficialidad del consumismo salvaje en un claro desafío hacia la muerte. Un camino por la bondad y por el dolor inseparable de vivir.

La escritura de DeLillo es de lo mejor que me he encontrado en mi vida. DeLillo trata las palabras con cuidado, no escribe por escribir; cada oración tiene una consciencia aparte, una identidad que corresponde a otro relato, al relato del lenguaje. Todavía no me puedo quitar de la piel el capítulo que da inicio a la parte dos, sobre el Asesino de la Autopista de Texas y una niña sin nombre que filmó uno de los asesinatos de casualidad. Escalofriante desde su inicio hasta su última frase, no solo por lo que se narra, sino también por cómo está narrado. Submundo es de esa clase de obras que pueden abrirse en cualquier página y con solo leer un párrafo al azar ya te conmueve.

En cuanto a los diálogos, carecen de un elemento lineal o progresivo: funcionan como una reproducción de la soledad inherente a cada personaje. Los diálogos en Submundo son minimalistas, se superponen, se chocan entre sí, se rozan hasta desgastarse y frustran la verdadera conexión, y muchas veces salen de la boca de su emisor sin llegar nunca a su receptor. Son soliloquios demasiado personales de los que desprenden solo unos pocos fragmentos de información capaces de llegar al oído de su oyente. Esto, lejos de volverse desesperante, me resultó un recurso (aunque ya lo había visto antes en otro gran libro de DeLillo, White Noise) que renueva un poco lo que puede hacer un escritor en una obra de ficción.

Pocas veces me ha ocurrido de estar leyendo un libro y ya sentir que me va a acompañar por años. Hay libros que marcanSubmundo es todo lo que no vemos, todo lo que ocurre detrás de la prensa amarillista y de las ondas electromagnéticas salidas de la radio y de la televisión. Submundo es lo que se oculta detrás de nuestros deshechos, de la podredumbre, de nuestra mirada hacia lo que carece de sentido. Una búsqueda de la verdad, de lo que constantemente tratamos de tapar con objetos sin vida, porque encontramos consuelo en figuras preconcebidas que le hacen sombra a la esencia humana. Unos hermanos sufriendo de diferentes formas la desaparición de su padre, un anciano juntando las piezas de un pasado más dichoso o una monja en plena crisis religiosa. Esto es lo que no vemos. Esto también respira. Esto es historia.

Los sorias, Alberto Laiseca

Podría partir con  Los sorias  escribiendo sobre sus dimensiones, su longitud demandante, su pesadez física tremenda, su densidad que se pla...